La tarde transcurría apaciblemente dentro de la habitación en penumbras.
Un monótono sonido reemplazaba el disco que ya había terminado y no recomenzaba. La televisión con su ruido uniforme no paraba de emitir luces que se reflejaban en la pared blanca que da al sur. La heladera se parecía al polo (al de arriba y abajo), y congelaba la cerveza rubia quieta detrás de una etiqueta verde.
El precipitado verano, irreal, porque todavía reinaba la primavera, era un mal chiste de invierno en aquella hermética habitación inundada de oscuridad.
De repente un golpe seco, mudo, irrumpió en la casa. Irrumpió en el barrio. Su ola cadavérica rompió en la ciudad.
Su halo, casi mágico, le demostró al habitante de la caja envuelta en paredes, lo duro que es prescindir de una adicción. El cliché infalible hizo una fiesta “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.” Es así que el habitante no tuvo más remedio que aceptar lo nuevo.
No había electricidad.
El televisor estaba tibio, la heladera blanca goteaba. El verano era más real que el anochecer.
Juan no tenía sueño, había dormido lo suficiente durante toda la mañana. Tirarse en la cama, caliente, pegajosa, no era una solución. El balcón estaba a oscuras; el sol se apagaba; no había velas; la linterna llena de sulfato colgaba al lado de la biblioteca.
No había luz para iluminar a un libro. Iluminar a una de esas malas novelas que el calor atrae, y que una reposera, o una casa en la playa, consagra en cualquier verano.
No había música. No había lectura. No había internet, ni televisión, ni radio.
Juan indagaba y se preguntaba por las almas de los fugitivos mafiosos de Chicago en los años 30’; dónde debían estar los soldados muertos en las guerras que los libros olvidan; si la infame y natural pelea de gatos y perros era comparable con la de los judíos y árabes; por la causa de su indeterminación a preguntarle a María si quería salir el sábado; si el Ser era un pensamiento lúcido o una erudición burguesa… burguesía… que palabra de comunista renegado encerrado en algún claustro universitario (mientras esgrimía una sonrisa).
Su pensamiento iba y venía por una infinita línea de recuerdos y experiencias.
No estaba acostumbrado a tal inmundo ejercicio. Era más desgastante que los siete kilómetros diarios que corría, o la sana acción de llenarse la cabeza de fórmulas matemáticas inservibles todo un fin de semana para vomitarlas en una mesa de examen…
Otra opción no le quedaba.
Una pistola calibre 22, una bala de plata bañada en oro, una hoja vacía, un libro viejo, una fogata en el campo, un recuerdo del abuelo, una lluvia molesta de otoño, el café aguado de la mañana, el tétrico sonar del despertador, la programación televisiva, una camisa sucia, el dolor en una rodilla, los ojos tristes de María, su cobardía, un pelotón corriendo en la nieve, el cementerio de noche, dos chistes malos, un ruso y un brasilero hablando de economía, un perro muerto en la ruta, recuerdos de su familia, el asfalto pastoso crujiendo bajo los neumáticos.
Los datos y el razonamiento se cruzaban como un ciego en diagonal por una avenida sin semáforos.
Era un dolor, una agonía, un sufrimiento sin morfina. Una muerte lenta y segura.
Temblaba. Movía los ojos rápidamente buscando fuentes de luz. Sabía que su situación era comparable a un bicho verde, del tamaño de un milímetro, que es analizado con una lupa barata por un ojo gigante que mira con emoción.
Buscaba la luz y no encontraba ni una penumbra mientras se le atestaba la mente de figuras inconexas, de lupas y de bichos pequeños; era locura.
El pulso desfallecía. Seguía temblando. Sus oídos producían zumbidos para no perecer en la sinfonía caótica de la sordera.
De repente todo se aclaró. Un pequeño golpe, imperceptible, atacó los sentidos.
La terrible fuerza, invisible a los ojos, inyectaba el hermoso néctar que comenzó a iluminar nuevamente al monitor; devolvió la palabra a la televisión (que de nuevo iluminaba con colores la pared blanca del sur); congeló a la tímida gota que caía de la ladera de la cerveza rubia, escondida detrás de la etiqueta verde. Un festival monótono, de sopor disimulado y atemporal, empañó nuevamente la celda de Juan.
Paró de temblar, de enloquecer, paró de pensar. Encontró la paz, la morfina necesaria para vivir en armonía con el ser, que reposa olvidado junto al polvoriento caballo de madera, aquél que iluminó de sonrisas la niñez de Juan, y hoy descansa en un rincón del altillo de su pieza.